Una soleada y ventosa tarde de verano, ella navegaba por las ondeadas y revoltosas calles de adoquín y llegó a un lugar que llamó su atención, estaba lleno de colores vivos, olores distintos y llamativos y muchos sonidos mezclados; decidió entrar y lo primero que vino a su cabeza fue: "Qué desorden!", pero siguió con tal de encontrar nuevas aventuras de niños.
Vió gente ir y venir por todas partes, salían, entraban, compraban, reían, bailaban, dormían, volaban, cantaban, soñaban... entre las frutas verdes habían perros y gatos conviviendo como en familia, escuchó mujeres que decían "llévelo llévelo!" a todo pulmón, hombres que susurraban piropos y le hacían miradas penetrantes e incómodas que mejor corrió y corrió y corrió en círculos hasta que topó con las frutas que ya estaban frescas, coloridas y maduras... no sabía cuanto tiempo había pasado ahí.
Conoció a una alegre señora morena, de ojos achinados, con una trenza infinita y ropa colorida que hablaba un dialecto extraño, pero la niña sentía que era música para sus oídos. También conoció a un hombre de barbas tan largas como una carretera, y se hizo amiga de unos morenitos que jugueteaban entre la multitud y los amables vendedores les regalaban la fruta sobrante, fruta pasada de madura.
Ella nunca supo lo que pasaba ni cuanto tiempo llevaba en ahí, pero en ese diferente, movido y mágico lugar era feliz.
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